P. Enrique Fabbri, sj Sencilla experiencia de 91 años

No me siento aún envejecido porque sigo siendo ágil para el cambio y la evolución, pero me experimento ya anciano porque no me encandila lo nuevo por ser nuevo, ni defiendo lo viejo por ser viejo, sino que sé saborear discretamente uno de esos tantos dichos de los pueblos rebosantes de sabiduría: “no es oro todo lo que reluce”. Bien se dice que la esclerosis vital no es patrimonio exclusivo de los hombres de mucha edad.
Donde no hay curiosidad, interés, aventura, aceptación, confianza, elegancia y humor, allí ya está instalada la vejez, porque ha fallado la juventud en la que el hombre aprende hacer anciano al crecer en la sabiduría.
Cuando el acrecentamiento de los achaques de la vejez, que aparecen como preanuncios de una muerte próxima, bloqueen la manifestación de los valores creativos y contemplativos en que uno ha querido vivir durante toda su vida, ojala pueda seguir siendo testigo de todos los valores humanos y religiosos que quise cultivar en mí mismo y en mis relaciones.
Y al llegar a anciano he aprendido la última lección que puedo dar en esta vida: la del agradecimiento. Sentirme feliz y sonriente en el gesto humilde y manso de recibir cuidados y atenciones, para que los que se desviven por mí se sientan también felices. Amar es también saberse lleno de gozo al agradecer a los otros por el modo como colman nuestra propia pobreza.
El dolor de la muerte adquiere sentido cuando uno lo empapa de sabiduría. Entonces, no deja de ser doloroso, pero se impregna de un abandono confiado, fruto del cariño que cuenca muere, cuando uno se despide definitivamente de los seres y se apronta al abrazo final con Aquel que me “amó hasta el fin” (Jn 13,1). Por eso en él, con él y por él acepto los misterios de mi vida y de mi muerte con todas sus circunstancias, muchas de ellas inexplicables, y me sumerjo en la esperanza que se ha empeñado en mantenerme abierto al amor misericordioso de Dios, en la cual, aunque no todo se entienda, todo se puede vivir en la confianza de su promesa.
Entregar de este modo la vida a Dios es la mejor manera de recuperarla en una misteriosa dimensión superior: “El que tiene apego a su vida la perderá, y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la Vida eterna” (Jn 12, 25). El verdadero anciano, al morir, no se hunde en el ocaso de la noche oscura, sino que surge en la luminosidad resplandeciente de una alborada eterna.

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